El Tesoro de la Diosa



Sentir la tira de cuero ajustándose a su cuello bastó para que todo su cuerpo se estremeciera y el ya familiar hormigueo de la anticipación comenzara a aflorar entre sus piernas. Se sintió culpable por ello.

Un suave tirón de la cuerda que venía unida al collar bastó para que la muchacha comenzara a andar. Tenía los ojos vendados, como ya era costumbre. Mas a pesar de no poder ver nada, sabía perfectamente dónde estaba. Ya había aprendido a contar mentalmente los pasos que daba, la dirección que tomaban sus pies en cada giro. Treinta y dos pasos rectos nada más salir de su celda, giro a la derecha y de nuevo recto durante otros catorce, antes de girar a la izquierda… Reconoció el familiar goteo que siempre sonaba en aquella parte del pasillo. No tardó en alcanzar la esperada escalera, escuchando el crepitar de la antorcha que llevaba su portador, a medida que el abrumador eco de la mazmorra empequeñecía en sus oídos mientras ascendían.

Se abrió la pesada puerta reforzada, con ese chirrido húmedo que ni el aceite conseguía callar. Las botas de su acompañante dejaron de hacer ruido al caminar sobre la gruesa alfombra tejida. Sus pies descalzos de la agradecieron su cálido contacto en contraste con la fría y húmeda piedra de las mazmorras. Pero su corazón se aceleró, presa del miedo y de la creciente excitación. Sus manos delgaduchas y engrilletadas a la espalda se aferraron al sucio trozo de saco que vestía. Lo retorció entre los dedos mientras caminaba, apretando las mandíbulas en silencio. Podía notar que sus ingles se humedecían a cada paso. Podía sentir las miradas indecentes de quienes la observaban pasar, y escuchar sus murmullos y comentarios indecorosos y humillantes.

Por fin los pasos se detuvieron, y unos nudillos llamaron a una puerta con un repiqueteo rítmico que ella tarareó mentalmente. Respondió una voz familiar, aguardientosa e indudablemente masculina. Sendos hombres intercambiaron palabras a las que ella no prestó atención, más concentrada en apretar los muslos para disimular. La cuerda cambió de manos y, con un nuevo tirón, cruzó el umbral.

El silencio solo estaba roto por el sonido de una hoguera crepitando en algún punto a su izquierda; y la lluvia repiqueteando en las ventanas a su derecha. Nuevos pasos amortiguados se aproximaron a ella. Reconoció inmediatamente el olor del sudor mal tapado por el perfume. Sintió una respiración inestable y ebria sobre su rostro.

Había algo en aquel terror inherente a la situación que, secretamente, le encantaba. Aquella mano inusitadamente suave empezó a acariciarla con una dulzura déspota y cruel que le hizo estremecer. Aborrecía y deseaba aquel contacto tanto como aborrecía y deseaba la tentación de rendirse a él. Tiempo atrás había luchado contra ello, se había resistido hasta quedarse sin fuerzas o aliento. Todo lo que había recibido a cambio había sido más humillación y más dolor.

Sí…
Todo resultaba sencillo si simplemente se relajaba y se dejaba llevar, como un pez muerto por la corriente del río. Aunque supiera que, cuando todo acabara, volvería a sentirse culpable por haberse rendido.

Los suaves dedos pasaron a volverse firmes, rompiendo y rasgando la única prenda que la cubría. La calidez del aire envolvió su inmadura y pálida desnudez durante unos segundos, antes de que una mano se posara sobre su desnutrido vientre y otra se cerrara sobre los cortos y desordenados cabellos negros de su nuca. Ella tembló y gimoteó, acallando una súplica inconsciente. Los dedos del extraño conocido descendieron entre sus piernas y palparon su humedad.

–Yo también me alegro de verte… – Su aliento apestaba a vino y especias.

No necesitaba verle para adivinar que sonreía…

–¡Rein! ¡Despierta!
La mujer abrió los ojos sobresaltada. Acto seguido se maldijo a sí misma por haberse quedado dormida.–¿Qué hora es? – Preguntó de inmediato.
–Si no te hubieras dormido, lo sabrías – recriminó su interlocutor con severidad. Tarerg no era muy transigente con la negligencia, ni siquiera con su hermana menor. Y aún menos cuando estaba trabajando.

Rein se incorporó de un salto, y vio por la ventana que ya atardecía. La habitación en la que se encontraban era muy vieja, austera y destartalada. Se notaba que los que la arrendaban no habían entrado en ella durante años. Pero cobraba cierta calidez al verse bañada por la luz cobriza del sol. Además salía barata, que era lo único que a los dos les interesaba.
Dedujo que había dormido unas cuatro horas. Más que suficiente para sentirse descansada y recuperada.

Al asomarse discretamente por la ventana, respiró en seguida el olor del mercado de verano: comida grasienta, quesos fuertes, perfumes exóticos y humanidad; eran los ingredientes indicativos de que el mercado se encontraba en su hora punta. Los festejos comenzarían pronto, y nadie en Ávanil se los perdería. Ni aunque se apareciera el mismísimo Soid en la plaza.
–¿Ror aún no ha vuelto?– quiso saber.
–No – fue la escueta respuesta de su hermano.
–¿Estás enfadado?
–Estoy cansado, Rein.
Por la forma en que lo había dicho, ella no supo si se refería a la falta de descanso o a su persona. Prefirió pensar en el primer motivo.
Llevaban toda la semana preparándose para aquel trabajo. Era la parte más aburrida para Rein, pero sabía que era la más importante; robar en casa de los Fedder no era un reto sencillo. Habría quienes, incluso, lo considerarían un suicidio. Lo cual lo convertía en un suculento reto para los dos hermanos. En especial para Tarerg Fantasma, que tenía su reputación bien ganada. La gran mayoría de los ladrones de Ávanil robaban para sobrevivir, o para contentar la insaciable y violenta avaricia de los de Ulland. Todo golpe criminal en la ciudad pasaba bajo su vera.
Excepto los del Fantasma. Él se atrevía a entrar donde nadie más veía posibilidades, encontraba resquicios y entradas que nadie más hallaba, y salía con su botín sin dejar ni rastro de su presencia. Como mucho, de él sólo llegaba a adivinarse una sombra fugaz moviéndose en la oscuridad. Como un fantasma.
Por ese y otros motivos, Tarerg y Rein preparaban a conciencia a cada golpe. Tenían que tener en cuenta todos los factores: entradas, salidas, vigilancia, estructura del edificio, costumbres y horarios de sus residentes… Para ello recurrían a diversos métodos, desde sobornos al servicio a disfraces y espionaje. Aquello les consumía bastante tiempo, pero al final merecía la pena. Especialmente en caso de que algo saliera mal.

–Hay que ir marchándose, tenemos que estar allí cuando el baile de la plaza comience– anunció Tarerg, dedicándole una mirada bicolor. Aquel era un rasgo identificativo de ambos: poseían un iris de color azul y otro de color miel.
Rein asintió como única respuesta. Otra cosa más que compartían: ambos eran parcos en palabras.

En cuanto se hubieron preparado, pertrechados con sus ropas de cuero negras, salieron directamente por la ventana y se dirigieron hacia el tejado. Treparon sin apenas esfuerzo, con las capuchas sobre la cabeza y la tela negra cubriéndoles hasta la nariz. Una vez arriba, Tarerg vigiló un flanco para asegurarse de que ningún guardia sospechaba nada, o de que no había algún otro ladrón merodeando que pudiera suponerles un problema. Rein hizo lo propio por su lado, pero lo único que vio fue un callejón oscuro y un hombre ebrio tambaleándose mientras orinaba.
–¿Te hace una carrera?– Le preguntó a su hermano al ver que no había eridios en la costa. Tarerg no contestó, pero tampoco hizo falta. Rein adivinó su asentimiento en sus ojos y una sonrisa retadora bajo la tela negra.


Para cuando llegaron a la mansión Fedder, el sol ya había terminado de ocultarse y su luz anaranjada había sido sustituida por un cielo coloreado de un trémulo tono violeta. Quizá se hubiera podido ver ya alguna estrella, de no ser porque el resplandor de las lámparas callejeras y los farolillos del mercado nocturno se habían apoderado por completo de la ciudad.
No obstante, alrededor de la mansión imperaba una suave penumbra. Los altos muros que rodeaban el jardín proyectaban su sombra junto a un grupo de árboles caducos, los cuales proyectaban fantasmagóricas sombras contra una de las paredes del edificio. El jolgorio de la fiesta se escuchaba perfectamente, pero distante.

Rein había ganado la carrera. Esperaba al abrigo que ofrecía la sombra de un balcón de piedra vacío, junto a la entrada principal de la mansión. Estaba terminando de recuperar el aliento para cuando Tarerg la alcanzó.
–Me alegra ver que sigues siendo la más rápida – comentó, recuperando también el resuello.
–Pues claro. No te ibas a llevar tú todo lo bueno –. Rein le dedicó una sonrisa socarrona bajo la tela que cubría su rostro. Tarerg cambió de tema, desviando la mirada hacia el altísimo muro que custodiaba los jardines de la mansión.
–Cubre el flanco oeste, yo iré por la otra dirección. Te veré en el punto de reunión.
–Ten cuidado.
–Tenlo tú –. Tarerg volvió a sonreír para acto seguido deslizarse entre las sombras en absoluto silencio.

Habiendo perdido de vista a su hermano, la chica decidió que era más seguro inspeccionar la zona desde los tejados de los edificios circundantes. Lo bueno que tenía Ávanil, era que su enorme población obligaba a que todas las viviendas estuvieran muy próximas unas a otras. Por ese motivo los nobles se protegían detrás de altos muros y amplios jardines, era su único modo de distanciarse del resto del mundo.
Rein aprovechó los desperfectos de la fachada de la casa junto a la que se encontraba para trepar hasta el balcón, y desde ahí, al tejado. Aunque no era tan silenciosa como su hermano, igualmente sabía hacer su trabajo sin ser detectada, así que logró colocarse sobre las tejas enmohecidas e inclinadas sin armar escándalo.
Efectivamente, desde su perspectiva, obtuvo una visión más amplia del lado oeste de la mansión. Se adivinaban un par de habitaciones encendidas por la luz de sus ventanas, pero por lo demás, se respiraba tranquilidad. Caminó sobre los tejados, rodeando la casa, buscando las posiciones de los guardias a los que se había pasado toda la semana estudiando: los dos charlatanes de la entrada, el que recorría aquel lado del jardín, y el que rodeaba el exterior del muro una y otra y otra vez. Todos fuertemente armados y vestidos con cotas de mallas. A Rein le preocupó especialmente el hombre que merodeaba por el jardín, que llevaba a la vista un escudo y una espada.

Una vez se hubo asegurado que no había nadie más vigilando aquella parte de la mansión, Rein aprovechó la cercanía de un poste de madera que sobresalía de la fachada sobre la que se encontraba. Se encaramó a él como un gato, con manos y pies apoyadas, preparándose para saltar en cuanto el guardia de turno diera su enegésima vuelta por la zona y pasara de largo. Llegado el momento contuvo el aliento, cogió impulso y saltó hacia el muro. Era un salto largo y difícil, y lo consiguió, aunque no de un modo muy elegante.
Se dejó caer en el interior, y la hierba amortiguó el sonido de su caída. Se pegó a la pared y buscó el cobijo sombrío del conjunto de árboles para pasar inadvertida bajo la mirada del guardia armado que merodeaba por la zona. Más de cerca, advirtió que el escudo que portaba llevaba el emblema de los Fedder.
Tarerg apareció por su lado poco después, cobijado por las sombras, sin que ella le viera llegar. Su hermano le tocó el hombro, para que advirtiera su presencia sin sobresaltarse.
–Hay más vigilancia de la que esperábamos en el otro lado. Tendremos que entrar por aquí.
–No sé. ¿Has visto a ese?–. Señaló con la mirada al hombre del escudo. –Parece más un soldado que un guardia al uso.
–No recuerdo haberlo visto estos días por la mansión.
–A mí tampoco–. Rein se mordió el carrillo interno de la boca y observó a su hermano. Tras varios segundos de silencio y duda, preguntó:–¿Nos retiramos?
–Ni hablar–¬ contestó él de forma tajante–. Entraremos según el plan.

“El plan” del que Tarerg hablaba de entrar a través de las cocinas. La familia Fedder residente tenía contratado a un cocinero que Rein se había encargado de seducir a cambio de que dejara la puerta abierta aquella noche, con la excusa de que así ella podría colarse para visitarlo. Por supuesto…
Esquivaron al soldado sin problema, y se saltaron un muro de piedra bajo para pasar a la parte sur del edificio. Allí, una puerta de madera algo baja revelaba una de las entradas del edificio. Sólo con acercarse, Rein percibió el olor de las sobras de la cena que debía haber tenido lugar aquella noche en la mansión.
La puerta estaba, efectivamente, abierta. Sin duda el susodicho cocinero esperaba que el buen rato que había pasado hacía un par de noches con Rein se repitiera. Así pues, la entrada en el edifico había resultado fácil. Merodear por el interior de la mansión debería haber sido, de hecho, la parte complicada.
Empero, los hermanos no tardaron en descubrir que no era así.

Apenas unos minutos después de entrar, Rein y Tarerg se percataron de que algo extraño pasaba en la casa. No había guardias dentro, ni ningún otro tipo de vigilancia. Se respiraba una quietud mortecina y tensa. Al pasar por los dormitorios del piso superior, se percataron de que todas las camas estaban vacías. Incluso las habitaciones con luces se hallaban deshabitadas. Y, por descontado, no encontraron lo que habían venido a buscar.
–Algo va mal– insistió Rein.
–¿Estás segura de que tu fuente era fiable?
–Ya se ve que no–. La mujer no respondió a su intento de culparla por lo que parecía ser un inminente fracaso. Se sentía inquieta en aquel lugar, demasiado como para jugar a las puyitas. –Tarerg, hazme caso, tenemos que irnos.
–No nos iremos sin saber qué pasa. Si es una trampa, salir ahora es justo lo que esperan que…

Tarerg acalló sus palabras de repente, girando la cabeza por encima de su hombro izquierdo. Rein se tensó ante su reacción, y llevó su mano automáticamente hacia el mango del cuchillo que guardaba en la parte trasera de su cinto. Sin embargo, su hermano llamó a la calma con un gesto de la mano. La miró con el ceño fruncido y se señaló una oreja para que escuchara.
Conteniendo la respiración, concentrada en la quietud, Rein empezó a percibir débilmente una especie de cántico monocorde que procedía de los pisos inferiores.

Bajaron con absoluto silencio. Rein se esforzó verdaderamente en seguir los sigilosos pasos de Tarerg, sólo para comprobar lo mucho que todavía le quedaba por aprender para igualarle. Recorrieron la planta baja del edificio, sin ver ni un alma. Normalmente, aquel momento era el que aprovechaban para desvalijar la casa de cualquier cosa que tuviera valor. Pero en ese momento estaban tan concentrados en averiguar de dónde procedían aquellos salmos, que el botín pasó a un segundo y lejano plano.
Finalmente se pararon en un cuarto oscuro y estrecho que hacía las veces de despensa, donde las voces se escuchaban con más claridad. Tras inspeccionarlo, descubrieron una trampilla oculta en el suelo. Rein querría haberse pronunciado en contra de abrirla, pero Tarerg se adelantó a ella.

Se reveló la bajada de unas estrechas y arcaicas escaleras de piedra, que se introducían en la tierra de forma siniestra. Emergía un olor denso, húmedo e impregnado de algún tipo de incienso. De no ser porque estaban a oscuras, seguramente no habrían detectado el leve fulgor que provenía del sótano. Rein cogió a Tarerg por el hombro antes de que se le ocurriera entrar. Negó con la cabeza y le dedicó una mirada de súplica. “Esto me huele mal, vámonos”, le hubiera gustado decirle. Quizá debió haberlo hecho.
Porque Tarerg se limitó a darle un suave toque sobre la mano, como si eso le fuera a inspirar confianza, antes de agazaparse y empezar a descender los escalones con cuidado.

A medida que descendían, los cánticos eran cada vez más evidentes. El conjunto de voces cantaban palabras que no conocían, y daban para considerar un grupo grande.
Rein sintió que un sudor frío se apoderaba de ella por momentos. Normalmente sentía nervios o anticipación en aquellas circunstancias, pero en aquella ocasión, mientras bajaba las escaleras de piedra en completa oscuridad, lo que sentía era miedo. Una sensación cada vez más familiar que le desbocaba el corazón y hacía hormiguear su entrepierna. Su mente empezó a contar mentalmente los escalones: uno, dos, tres, cuatro…
Su estómago se retorció, y durante unos segundos, tuvo que reprimir el reflejo de vomitar.

Las escaleras terminaban en un espacio diáfano y frío. Había varios candelabros que no lograban iluminar del todo el enorme sótano. Un conjunto de figuras encapuchadas se arremolinaba en torno a la parte más iluminada, sin dejar de cantar aquella melodía monótona y fúnebre.
Al ver túnicas, Rein tragó saliva. Las túnicas nunca eran una buena señal. Dirigió una mirada rápida y ansiosa a Tarerg, pero éste parecía más concentrado en analizar la escena. Supuso que estaría pensando en acercarse de alguna manera. Pero por desgracia el sótano estaba anormalmente vacío, y no había muchos sitios para esconderse. Salir de la escalera suponía exponerse a la luz de las velas.

Justo entonces, cuatro de las figuras encapuchadas alzaron las manos simultáneamente y dieron varios pasos hacia atrás. El círculo de gente se dispersó, y permitiendo ver lo que habían estado adorando. Una planta, nada menos, de un verde brillante y hojas extrañamente finas y largas, definitivamente exótica.
Rein y Tarerg se miraron. Acababan de encontrar lo que estaban buscando.
Como si Soid les hubiera bendecido, los encapuchados se movieron y empezaron a apagar las velas del sótano, que pronto se sumió en una oscuridad casi total. Rein no había terminado de creer su propia suerte, cuando se percató de que su hermano ya no estaba a su lado.

El murmullo de aquellos siniestros devotos regresó. Y con él, la extraña planta empezó a emitir un resplandor verdoso y mortecino. Rein contuvo el aliento, ensimismada en la escena, observando cómo brotaba una única flor blanca, grande como un puño, de pétalos carnosos y afilados. El resplandor verdoso se volvió de un tono azul blanquecino, sumiendo la sala en un contraste de lúgubres luces y sombras. De la flor empezó a brotar un polvo brillante que no tardó en dispersarse por todo el ambiente, enturbiándolo. Todos los presentes se quitaron las túnicas en ese instante, revelando sus cuerpos desnudos, y se esforzaron por inspirar el aroma de la flor. En cuestión de minutos, los murmullos y los cánticos se vieron sustituidos por gemidos y jadeos; pues hombres y mujeres se buscaron los unos a los otros con urgencia, buscando satisfacer un deseo inesperado y antinatural.
Rein no comprendió qué estaba pasando. Pero sí alcanzó a ver la figura de Tarerg emergiendo de entre las sombras y aproximándose con experta sutileza hasta la planta reluciente. Él alargó la mano hacia ella despacio, como hipnotizado. Rein tragó saliva, con esa espina interna aún clavada en su conciencia: “Para… Déjalo, vámonos, esto no es buena idea…”. Tarerg arrancó la flor, y su luz se apagó inmediatamente.
Durante los primeros segundos de oscuridad reinó un caos confuso y ruidoso. Rein se quedó quieta, sin saber demasiado bien qué hacer. Pero no tardó en sentir un tirón del brazo, seguido de la voz de Tarerg junto a su oído:
–¡Vamos!
Aturdida por la situación, Rein se dejó guiar en la oscuridad sin rechistar. Volvieron a subir rápidamente los estrechos escalones. El revuelo del sótano empezó a organizarse en forma de gritos de rabia y frustración que no tardarían en perseguirlos. Llegaron a la trampilla, salieron de nuevo a la alacena, y una voz conocida les recibió:
–Vaya, vaya. Qué fácil resulta capturar a un fantasma.

La luz de una antorcha encendiéndose les cegó momentáneamente, para acto seguido revelar la presencia de cuatro hombres esperándoles en la única salida hacia el pasillo. De las cuatro caras, una en concreto les sonreía complacida.
–Legionario– gruñó Tarerg.
–Fantasma–. El interpelado acercó la antorcha a los dos hermanos y centró su mirada en Rein. Una sonrisa desagradable torció su ya de per sé poco agraciado rostro, revelando su hilo de pensamiento–. Me alegra que hayas decidido traer compañía. Quizás Martillo me la entregue como recompensa para que mis chicos y yo pasemos un buen rato. Tengo ganas de ver su cara de alegría cuando te entregue a los Ulland, con dos muñones por manos y cargado de cadenas.
–Hablas demasiado, como siempre–. Tarerg alzó la mano, revelando la flor blanca. Ésta palpitó con un destello azulado y se abrió, volviendo expulsar aquel polvo brillante hacia los cuatro hombres–. Tu trampa era demasiado previsible.
–¡Cubríos!–Ordenó Legionario, subiéndose la tela del cuello hasta la nariz.

Dos de sus hombres no fueron lo suficientemente rápidos. Aspiraron el aroma de la flor, y acto seguido empezaron a toser. Primero miraron a Rein, súbitamente imbuidos por un deseo feral e incontrolable que les hizo babear y gruñir como animales. La mujer sintió un escalofrío y buscó instintivamente refugio a espaldas de su hermano, quien seguía manteniendo la flor en alto. Los dos pobres infelices, sin embargo, no dieron un solo paso adelante. Se cayeron al suelo temblando, gritando, mientras sus cuerpos se deformaban fruto de alguna magia extraña y nauseabunda.
Legionario se carcajeó, reculando hacia el pasillo.
–Acabas de caer en la verdadera trampa, Fantasma. Espero que tu título te sea útil en el Más Allá–. Ninguno entendió a qué se refería.
El vándalo no dijo nada más. Volvió a carcajearse, y salió corriendo por el pasillo. El tercer hombre no le siguió. Horrorizado por lo que le había pasado a sus compañeros, había dejado caer la tela de su nariz. No tardó en correr la misma suerte.

Desgraciadamente, los problemas se juntaban. La marabunta del sótano había logrado volver a encender las velas y corrían escaleras arriba. Los tres sicarios deformes estaban empezando a volverse unos verdaderos monstruos. Las preguntas tendrían que esperar; en aquel momento escapar era la máxima prioridad. Rein y Tarerg corrieron por el pasillo, con el claro objetivo de utilizar la salida de emergencia. Una ventana al final del pasillo del primer piso, que daba a las ramas desplegadas de los árboles del jardín.
Apenas terminaron de subir las escaleras, cuando Tarerg profirió un grito agónico, deteniendo la carrera. Rein derrapó sobre las suelas de cuero, y se giró de inmediato. Su hermano estaba encogido sobre el suelo, como si hubiera recibido una herida mortal.
–¡Tarerg! ¿Estás herido? – La chica se arrodilló a su lado, y le cogió por los hombros. Bajo la máscara, su cara se había quedado lívida, y sus ojos se abrían desmesuradamente, como si se le fueran a salir de las cuencas–. Contéstame, por favor, ¿qué…?–. Su hermano emitió un jadeo tan áspero que a Rein le costó reconocer su voz. Dejó caer la mano que sostenía la flor, y ella se llevó la suya a la boca, ahogando un grito de horror.
La extraña flor había echado raíces en la palma de la mano de Tarerg, y éstas se habían extendido bajo su piel de forma tosca, sin perder esa extraña luminancia blancoazulada. Parecían crecer entre sus músculos como si invadieran sus venas, desapareciendo bajo la tela negra y el cuero, dirigiéndose irremediablemente hacia el resto de su cuerpo.
Rein se quedó unos segundos sobrecogida por la situación, hasta que su instinto le apremió a reaccionar. Se sacó la daga del cinto con el firme propósito de arrancarle a su hermano aquella cosa horrorosa del brazo. Las antorchas empezaron a ascender por la escalera, y un creciente temblor empezó a apoderarse del edificio.
–Vete…– jadeó Tarerg.
–¡No!–. Rein negó con la cabeza, sabiéndose incapaz de dejar a su hermano atrás y al mismo tiempo dándose de cuenta de que era inevitable. Los crujidos y chirridos de la piedra resquebrajándose parecían acompañar a su corazón haciéndose pedazos. –Eres mi hermano, ¡no pienso dejarte aquí!
–No hay… tiempo…¡AAAGH!–. El hombre inclinó la cabeza hacia atrás. Las raíces ya le llegaban hasta el cuello, y algunas de ellas estaban destrozando su ropa, surgiendo de forma virulenta hacia fuera, desgarrando hueso, piel y carne. –¡¡MÁRCHATE!!

No hubo tiempo para nada. De entre las grietas que se habían abierto por las paredes, el suelo y el techo, comenzaron a surgir raíces enormes que se movían como serpientes, atrapando todo lo que encontraban a su paso. Se sucedieron gritos de ira, pánico y terror, acompañando a la carnicería consecuente. El temblor que sacudía los cimientos del edificio era tan grande que Rein a duras penas podía mantener el equilibrio de pie.
Tras un último intercambio de miradas, antes de que la mujer viera el rostro de su hermano llenarse de venas luminiscentes y su piel endurecerse como la corteza de un árbol; algo se enredó en su tobillo y tiró de ella hasta levantarla en el aire. Fue tan rápido que no pudo proferir siquiera un grito.
El techo se vino abajo, y con él le resto del edificio. Los cascotes lapidaron su visión, junto a una polvareda densa e irritante. Algo le golpeó en la cabeza con fuerza soberana. El mundo se difuminó en un mundo de sombras cada vez más negras, en las que le pareció escuchar el ensordecedor grito agónico de Tarerg, proseguido de un destello cegador.

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